-Abuelita, abuelita,¡qué ojos más grandes tienes!
- ¡Son para verte mejor!- respondió la abuelita, con voz ronca, casi tenebrosa, pero con un falso deje de ancianidad.
Y era ése el instante: el momento en el que el lobo disfrazado de abuelita respondía amenazante sin querer parecerlo. Asomaba la magia justo en el momento en el que yo ya comenzaba a sentir el miedo. Un miedo con regusto, un miedo que casi podía saborear, y que comenzaba a invadirme cada vez que llegaba el pasaje que antecedía a la tragedia.
Me contaba el cuento mi madre, sin ilustraciones, y durante una temporada, cada noche el mismo. Infinidad de noches seguidas, sin tregua, y con gran espacio para la imaginación. Y es curioso cómo cada vez yo iba construyendo detalles o arrinconando aquéllos que se perdían en la desidia. Siempre la misma historia, pero nunca igual.
- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
- ¡Son para escucharte mejor”- volvía a responder al abuelita, con la misma voz, pero ya más impaciente.
Y mi respiración comenzaba a agitarse. Mi madre sonreía pero yo ya apenas podía verla. Ella casi había desaparecido, pues en mi habitación, a mi lado, estaba el lobo vestido con un camisón blanco de puntillas, con un gorrito a juego, tapado hasta el cuello y en la penumbra, tratando de zamparse a Caperucita Roja. Casi podía tocarle. Lo que no entendía era cómo la niña no se daba cuenta de la trampa, cómo la tonta de ella no era capaz de diferenciar a un lobo de una abuela. Y otra cuestión. Evidentemente, los lobos no hablan. ¿Cómo había aprendido este lobo a hablar? Todo eran incógnitas que nunca llegué a preguntar y que rodeaban de misterio una situación absurda donde las hubiera.
- Abuelita, abuelita, ¡qué nariz más grande tienes!
-¡Es para olerte mejor!- manifestaba el lobo-abuela aspirando aire en pequeñas dosis, repetidamente, con los ojos fuera de las órbitas cegado por la ansiedad.
Y yo ya contenía la respiración. En breves, en un santiamén, llegaría el momento álgido. El momento en el que el poder de la imaginación atacaría todo mi cuerpo con fuerza y destreza. Porque lo que no se puede ver, se recrea “ad libitum”, “a piacere”. La historia ya es nuestra, nos pertenece. Ante el relato o las letras, me convierto en dueña activa. Yo edifico y me transporto y nadie me puede pilotar; si acaso…una historia o unas letras.
- Abuelita, abuelita, ¡qué boca más grande tienes!
Y para entonces, yo ya era incapaz de escuchar nada más. Bajo las sábanas, un inaudible grito se confundía con el rugido inhumano del lobo.
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